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Daniela Lucena

 

Socióloga y docente de la UBA. Investigadora del CONICET

Arte y democracia: el desobediente rescate de las pasiones alegres
 

   El 10 de diciembre de 1983 asumía el gobierno el doctor Raúl Alfonsín, iniciando con su mandato un nuevo -e inédito, por su continuidad ininterrumpida hasta el presente- ciclo democrático en la República Argentina.

  El de 1983 era un país arrasado por el terror, el endeudamiento, el desmantelamiento del Estado y la desarticulación de los lazos sociales. Pese a todo esto, la democracia constituía entonces una promesa de paz, civilidad, igualdad, pluralidad y tolerancia en pos del interés general. En ese esperanzado contexto, la recuperación progresiva de las libertades, de los espacios públicos y de las legitimidades institucionales favoreció la proliferación de novedosas experiencias estético-políticas que contribuyeron a renovar y vitalizar la escena cultural contrahegemónica.

 

   Se trata de una serie de iniciativas que pueden incluirse dentro de lo que el artista plástico y sociólogo argentino Roberto Jacoby denominó “estrategia de la alegría”. Jacoby utilizó esta expresión para referirse a una serie de disruptivas acciones culturales iniciadas durante el último tramo de la dictadura, que procuraron la defensa del estado de ánimo y buscaron potenciar las posibilidades de los cuerpos, frente a la feroz estrategia de ordenamiento concentracionario y aniquilamiento desplegada por el terrorismo de Estado.

 

  Durante los años 80, la “estrategia de la alegría” se desplegó como una forma molecular de resistencia, conformando un entramado de formas de encuentro microsociales en bares, discotecas, estaciones de subte, clubes, parques o sótanos en ruinas: espacios no convencionales del circuito artístico a veces intermitentes o efímeros, otras creados por sus propios protagonistas como centro de reunión y creación artística colaborativa. Una apuesta/respuesta política de resistencia pero también de confrontación, que valiéndose de la afectividad de los sujetos apuntó a reconstruir el lazo social quebrado por el poder desaparecedor a partir de la instauración de otras formas de sociabilidad.

   Los festivales del Ring Club, el taller La Zona, la Esquina del Sol, el Café Einstein, la discoteca Cemento, los shows de Virus, el Centro Parakultural, los Museos Bailables, Medio Mundo Varieté, el Bar Bolivia y las fiestas del Club Eros fueron algunos de los lugares que albergaron las corrosivas propuestas de grupos de músicos, artistas y performers que intentaban contrarrestar los efectos paralizantes del terror con acciones donde el juego, el humor, el cuerpo, el placer, el baile, las emociones, la distancia irónica y el encuentro con el otro tuvieron un rol privilegiado.

 

  Así, a través de una estética-política relacional y festiva, que apuntaba a la generación de espacios de experimentación, disfrute e interrelación, la defensa del estado de ánimo se convirtió también en una defensa de la vida y un desobediente rescate de las pasiones alegres. Si los poderes, para su ejercicio, se valen de la composición de fuerzas afectivas dirigidas a entristecer y a descomponer nuestras relaciones, la alegría podía ser, tal como señala Spinoza, esa pasión-núcleo fundamental para la formación de una nueva comunidad política por fuera del miedo, la tristeza y la inacción.

  Aunque teñida por la sombra de la dictadura, la democracia implicaba para los artistas la posibilidad de trabajar sin censuras y la libertad de explorar nuevas formas, experiencias y colores, tanto en el propio cuerpo, como en el lienzo o en la vestimenta. Pero sobre todo, la democracia traía consigo el desenfado de generación desinhibida e irreverente, que hacía de cada noche una fiesta.

 

   Las fiestas saben más que quienes las generan, decía una crónica periodistíca de la época, aludiendo tal vez a la dimensión (re)creativa de esos encuentros festivos. Y de allí su potencia política: como generadores de espacios de reunión capaces de intensificar los flujos de energía vital y suscitar estados de efervescencia colectiva que resignifiquen los sentidos cristalizados. La fiesta como un tiempo de máxima expresión de la vitalidad social, donde el despliegue creativo de fuerzas es capaz de generar nuevas concepciones ideales que impriman otros significados a la vida colectiva.

   Así, puede pensarse que al atomismo de la ciudadanía y de la vida social generado por la dictadura, las fiestas de los 80 contrapusieron los valores de la producción colectiva y la creación en colaboración. Cambiaron el aislamiento, el encierro y la clandestinidad por el encuentro grupal, la visibilidad y el regocijo del contacto con los otros.

 

  Propusieron, en contrapunto con el martirio y el padecimiento de la tortura, la exacerbación de los sentidos y la recuperación del cuerpo como superficie de placer.          Criticaron el modo de organización estructurado y jerárquico de las organizaciones militares -y guerrilleras- a partir del trabajo autogestivo, sin directores, y de la fusión de lenguajes artísticos. Inventaron nuevas prácticas vestimentarias, extravagantes y andróginas, que desacomodaron las asignaciones tradicionales de género, frente a las imposiciones anodinas y homogeneizantes del poder en materia de moda. Desafiaron las técnicas de disciplinamiento y normalización desplegadas por el poder militar con una estrategia política que apuntó a la mutación, a la protección del estado de ánimo y a la dispersión de afectos alegres.

  Promovieron, en suma, una serie de concepciones ideales que irrumpieron como valores alternativos a los de la dictadura militar. Ideales que se sobreañadieron a lo real con un alto poder revitalizador, contribuyendo en la restitución del tejido social desarticulado por el terror. Nuevos modos del ser y del hacer que no fueron meras abstracciones, sino que se imbricaron en la sociedad con todo su potencial liberador y constituyeron un punto de partida referencial para las generaciones posteriores.

 

Durante los años 80, la “estrategia de la alegría” se desplegó como una forma molecular de resistencia, conformando un entramado de formas de encuentro microsociales. Una apuesta/ respuesta política de resistencia pero también de confrontación, que valiéndose de la afectividad de los sujetos apuntó a reconstruir el lazo social quebrado por el poder desaparecedor a partir de la instauración de otras formas de sociabilidad.

2010 - present

2010 - present

Puede pensarse que al atomismo de la ciudadanía y de la vida social generado por la dictadura, las fiestas de los 80 contrapusieron los valores de la producción colectiva y la creación en colaboración. Cambiaron el aislamiento, el encierro y la clandestinidad por el encuentro grupal, la visibilidad y el regocijo del contacto con los otros.

La democracia implicaba para los artistas la posibilidad de trabajar sin censuras y la libertad de explorar nuevas formas, experiencias y colores, tanto en el propio cuerpo, como en el lienzo o en la vestimenta. Pero sobre todo, la democracia traía consigo el desenfado de generación desinhibida e irreverente, que hacía de cada noche una fiesta.

Promovieron ideales que se sobreañadieron a lo real con un alto poder revitalizador, contribuyendo en la restitución del tejido social desarticulado por el terror. Nuevos modos del ser y del hacer que no fueron meras abstracciones, sino que se imbricaron en la sociedad con todo su potencial liberador y constituyeron un punto de partida referencial para las generaciones posteriores.

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