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  Lo primero que quedó grabado, tras un breve recorrido por las calles céntricas de ese viernes que dejaba atrás la última semana de la dictadura, fue ver, como fondo de la Avenida de Mayo, la cúpula del edificio del Congreso plenamente iluminada por centenares de lámparas. Era el preludio de que algo importante se estaba celebrando.
   Desde antes de la medianoche numerosos grupos de personas se iban instalando en la Plaza de Mayo, dispuestos a pasar la noche en espera del gran acto matutino. La alegría desbordante de esos grupos, entre bombos y redoblantes cambiaba el ambiente nocturno de la plaza que ha sido testigo de los magnos acontecimientos políticos de los últimos 68 años.

  El Congreso estaba iluminado “a giorno” y se “sentía” un gran y respetuoso silencio en sus inmediaciones. La tradicional Avenida de Mayo se encontraba totalmente embanderada y ya se habían establecido en el lugar los puestos sanitarios de la Cruz Roja.

 

   El público que venía hacia el lugar por esta avenida detrás de la caravana presidencial invadió la escalinata del Congreso que hasta ese entonces estaba reservada únicamente para los periodistas nacionales y extranjeros acreditados. Un nutrido cordón policial se fue armando sobre los escalones ante la eventual salida del Presidente, actuando los servidores del orden con violencia y reciedumbre ante el avance del público apasionado a la espera del flamante primer mandatario. Cuando se concretó la salida de Alfonsín se produjeron en el lugar avalanchas, empujones y varios contusos debido a la desorganización e improvisación de las medidas de seguridad.

     Los bares de todo el sector aledaño al Congreso y sobre la Avenida de Mayo estaban abiertos sirviendo como paliativo para refrescar “por dentro” a la masiva concurrencia que se había instalado entre el Congreso y la Plaza de Mayo en aquella mañana calurosa y de sol brillante, el que se asoció con su presencia al imponente marco.

 

La noche en que no se durmió en Buenos Aires    Por Jorge Capurro Campos

 

   Estábamos dispuestos a seguir todas las alternativas durante la noche. Nos dimos cuenta de que el centro de la ciudad ya era una fiesta. Entre idas de un lado para otro siguiendo la particularidad de los hechos que sucedían, a las 4.20 un patrullero invitó a retirarse a un bullicioso grupo de simpatizantes radicales que se habían establecido a unos 50 metros del Hotel Panamericano, donde estaba hospedado Alfonsín. El motivo era que el doctor no podía dormir por el ruido.

    El primer intento policial no tuvo éxito pero sí el segundo, que fue formulado por la propia hermana del presidente con un megáfono portátil.

   Con las primeras luces empezó la frenética actividad frente al edificio del Congreso. Al arribo de la viuda de Perón, Isabel Martínez, fue saludada con aplausos y empezaban también a arribar las delegaciones extranjeras que participarían del acto de jura del nuevo Presidente.

   La gente se abalanzaba sobre el viejo Cadillac presidencial, el auto descubierto que por la Avenida de Mayo se desplazaba desde el Congreso hacia la Casa Rosada, llevando a Alfonsín y a su esposa. Desde el señorial edifico del diario “La Prensa”  se hizo sonar la mítica sirena al paso del automóvil presidencial, recibiendo con su estridente ulular la incipiente democracia, registrándose también en esos momentos un verdadero diluvio de papelitos celestes y blancos arrojados desde los numerosos balcones  de los edificios, papelitos que “alfombraron” la clásica avenida porteña. 

    Para calmar un tanto el calor  reinante que padecía multitud reunida en la Plaza de Mayo se arrojaba agua desde los balcones de los edificios, acción que los estoicos manifestantes agradecían a viva voz. A pesar de ello, se registraron varios desvanecimientos porque la multitud aglutinada era impresionante.
 

 

   Habíamos viajado junto a los dos fotógrafos de Ecos Diarios, Juan C. Dray y Tito Volpe, aquella tarde de diciembre en un Ford Taunus con destino a la Capital Federal, con la ansiedad que invade cubrir periodísticamente los grandes acontecimientos sabiendo, además, que este sería único e irrepetible.

    Las imágenes que lograrían nuestros reporteros serían documentos gráficos de sumo valor histórico que, por la profesionalidad que conlleva la rutina, muy posible en aquel momento ellos no supieron ponderar.
     Llegamos al centro porteño cerca de las 21 y por las ventanillas bajas del auto entraba la clásica humedad ambiente con elevada temperatura como presagio del verano capitalino.

 

   El entonces vicepresidente de los EE.UU. George Bush, en medio de un impresionante dispositivo policial que incluía helicópteros que sobrevolaban a baja altura el sector, fue estruendosamente silbado al pisar la escalinata, por el escaso público que se encontraba presente,-entre otras cosas– se lo recibió al grito de “asesino, asesino”. Igual rechazo obtuvo la delegación chilena. Luego de Bush, hizo su entrada al edificio del Parlamento, el presidente de Perú, Fernando Belaúnde Terry, quien recibió cálidos aplausos, Felipe “Felipillo” González, jefe del estado español, fue ovacionado.

  Exactamente a la hora señalada, llegó Alfonsín siendo recibido con ingeniosos estribillos y una asombrosa lluvia de papelitos. En ese momento, hubo un toque de clarín, ejecutado por la fanfarria “Alto Perú” del Regimiento de Granaderos a Caballo “General don José de San Martín” que había acompañado, como guardia de honor, en el trayecto por la avenida Callao.

    Recuerdo que tuvimos oportunidad de entablar un breve diálogo con uno de los policías destacados bajo la recova del Cabildo quien manifestó –entre visibles muestras de cansancio– “yo tengo tres hijos y no quiero morir aplastado por la euforia del público. Ojalá que esto sea para el bien de todos” concluyó mientras hacía denodados esfuerzos para que la gente no traspasara los cordones de seguridad.

     El público se abrazaba, reía y lloraba de emoción en un clima de verdadera fiesta y euforia popular. El desborde fue total cuando Raúl Alfonsín salió al balcón del Cabildo. 100 años de democracia se habían iniciado.

 

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