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    Me sumé al peronismo en la Necochea de 1972. Ciudad pequeña, aunque plena de rostros conocidos, albergaba en ese entonces el sueño de muchos argentinos de ver volver a Perón, un sueño que precisamente ese año comenzaba a volverse realidad tras casi dos décadas de proscripción. Para mí, como para otros compañeros, Perón simbolizaba un proyecto político de unidad nacional que los trabajadores podían sentir propio, cuyo centro gravitante era la justicia social.

 

     La vuelta de Perón era la condición de posibilidad para que la Argentina despegase, de una vez por todas, de un mar de desencuentros que nos había fondeado en la dependencia y el atraso. Ver al General pisar de nuevo la tierra patria era la señal precisa de que la unidad había llegado. Y, como él pronto se encargó de reafirmar, llegaba como prenda misma de esa concordia posible entre hermanos, para calmar las aguas demasiado agitadas de la política facciosa.

 

     No todos lo entendían así, por supuesto, y el propio Perón debió reiterar una y otra vez que su proyecto nacional no dejaba afuera a nadie, a condición de que nadie quisiera apropiarse de su mandato para privar a los argentinos de realizar su destino. En cualquier caso, los años que siguieron no fueron como los proyectaba mi mente juvenil: los desencuentros y los desaciertos primaron sobre el necesario entendimiento, incluso dentro del peronismo.

   

   Fuimos derrocados en 1976, aunque nuestro proyecto se encontraba herido de muerte desde el mismo día en que el corazón de Perón dejó de latir. La lucha por las ideas se vio subordinada al resultado de la contienda armada, y la Argentina vivió los años más tristes de su historia mientras las Fuerzas Armadas, en nombre de una patria desgarrada, trataban de rumbear los destinos de la Nación al compás de los deseos de las minorías privilegiadas.

 

     Pero la dictadura que más quiso cerrar y detener el curso de la historia, ejecutando para ello un vasto plan de exterminio que aún hoy nos persigue en sus secuelas, no tardó, a pesar del terror que imponían sus medios, en enfrentar la oposición popular. La huelga general de abril de 1979, propuesta por la Comisión Nacional de los 25, me encontró estudiando en La Plata, donde también militaba por el retorno de la democracia junto a muchos bonaerenses de distintas localidades de nuestra provincia. Recuerdo todavía los temores con que encaramos nuestro primer acto público, junto al gremialismo y a los dirigentes de derechos humanos, vigilados de cerca por los secuaces del aparato represivo, allá por 1979.

 

     A inicios de 1982, era evidente que la dictadura se hallaba en retroceso en todos los frentes. Los trabajadores, los organismos de derechos humanos, las personalidades de la cultura, manifestaban abiertamente la necesidad de retornar al Estado de derecho. Tras la derrota de Malvinas, ese retorno comenzó a volverse indetenible, preciso, concreto. Llegaba el momento de reorganizar al peronismo para la lucha electoral. Como mis compañeros, me encontraba convencido de que, más allá de toda eventualidad, la comunión entre el pueblo trabajador, los intereses de la Nación y aquellos de nuestro partido se mantenían incólumes. Si alguna duda quedaba, la campaña de afiliación y los actos callejeros ratificaban la impresión de que seguíamos siendo mayoría.

 

   No supe ver, como casi nadie en aquellos días de felicidad y algarabía por el repliegue autoritario, que la esperanza democrática anclaba menos en el peronismo que en un radicalismo que, reformado y bajo la dirección del Dr. Raúl Alfonsín, planteaba la necesidad de trazar un corte absoluto con el pasado autoritario, regulando la competencia democrática, elevando la institucionalidad republicana, la paz y la integridad ética como valores supremos sin cuyo concurso ninguna sociedad podría progresar.

 

    Y es que, para los peronistas, las enseñanzas del último Perón parecían no haber calado con la profundidad suficiente. Muchos seguían anclados en prácticas autoritarias y patoteriles, en riñas por el espacio que ponían en suspenso toda batalla de ideas, y que recordaban demasiado, especialmente a los votantes independientes, la lógica bélica con que habíamos encarado nuestra lucha interna entre 1973 y 1976.

 

     La derrota cayó como un balde de agua fría. La herencia intestada de Perón no tenía sucesor. La identidad entre Pueblo, Nación y Peronismo ya no era automática. Una nueva mayoría guiaría al país en su retorno al orden democrático. Con todo, en mi querida Necochea nos tocó ganar la elección, y de la mano de Domingo José Taraborelli, el mejor intendente que hayamos tenido, di mis primeros pasos en gestión. Lo hice en el marco de un equipo joven, en un municipio que tempranamente supo expresar la necesidad de adecuar el hecho peronista a la necesidad de renovación política que anhelaban sus propias bases. Guardo los más gratos recuerdos de aquellos años.

 

   Hablé de renovación: esa era la consigna de la hora en todo el país, pero especialmente para la provincia de Buenos Aires. El triunfo de Alfonsín obligó a la autocrítica y al replanteo. Los números, arrolladores, clamaban por una explicación. Pronto, en parte por la capacidad y el amor propio de nuestra gente, y en parte porque había llegado la hora, comenzamos a encontrar las respuestas que buscábamos. Donde había primado la lógica que reducía la acción política a una continuidad del hecho bélico, debía primar la militancia por la idea. Donde un puñado de dirigentes, amparados en los símbolos del pasado, obstruían el camino hacia la necesaria convergencia del peronismo con la democracia y la modernidad, debía surgir una alternativa que, respetando nuestra historia y nuestra identidad justicialista, supiese encarar los cambios necesarios.

 

     No se podía seguir siendo democrático de la boca para afuera: era el momento de construir un partido que tuviese un ideario claro, comprometido con el Estado de Derecho y con el imperio de la ley, compenetrado con la vigencia de las libertades públicas, no sólo para los nuestros, sino para todos. Esa fue, en resumidas cuentas, la tarea que Antonio Cafiero, pero también otros dirigentes, como Luis María Macaya y, especialmente, el muy querido y recordado Domingo José “Coco” Taraborelli encararon desde la provincia de Buenos Aires.

 

   A treinta años del retorno de la democracia, creo que el debate entre los peronistas ha vuelto a punto muerto. Que hemos desaprovechado las lecciones y las oportunidades que nos enseña nuestra historia reciente. Veo con preocupación cómo la lucha por la idea se subordina de nuevo a las mismas lógicas autoritarias que han vaciado nuestro partido en el pasado. Observo con asombro cómo quienes creen ser depositarios de la verdad absoluta desprecian el valor de la unión, la concordia y el diálogo para llegar a sus fines.

 

     Es paradójico que ello suceda precisamente en tiempos en que un argentino, Jorge Bergoglio, accede al magisterio de San Pedro. Pues su arribo a tan enorme responsabilidad coloca a nuestra dirigencia ante el mejor ejemplo posible de conducción. Porque es con humildad, con respeto y con un profundo sentido ético que se atacan los males de este mundo. Y porque la prédica del padre Bergoglio, devenido Francisco, debe marcarnos a todos el rumbo que la hora reclama. Es sólo con concordia, con unidad en la diversidad, que podremos superar las tribulaciones de este presente.

 

    Es hora de mirar al pasado reciente, no para morar en él, sino para recordar cómo llegamos a esta situación y qué lecciones nos depara. Es por ello que he decidido ser parte de un proyecto político, el de Sergio Massa con el Frente Renovador, que intenta, con esfuerzo, trabajo y humildad, recuperar lo mejor de las tradiciones políticas argentinas para que empecemos, todos juntos, a tirar para el mismo lado. Es hora de encarar nuevamente la pregunta por su destino colectivo, en el seno de una Nación que debe dejar atrás toda división inútil, todo espíritu faccioso. Es hora.

 

Juan Amondarain

Primer Secretario de Gobierno de Domingo Taraborelli

Dirigente Político

Taraborelli encarnó la renovación en el peronismo
 
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