top of page

     Hace 30 años dos acontecimientos se presentaron casi al unísono en mi vida: Uno impactó fuertemente en lo profesional y el otro, en lo afectivo y familiar. Ambos, tuvieron la misma expectativa auspiciosa para mí. Ellos fueron la recuperación democrática en la Argentina y la llegada al mundo de quien se convertiría en mi última hija engendrada al filo de mis 40 años. Claro que el desarrollo a lo largo de estas tres décadas de uno y otro suceso tuvieron desarrollos diferentes en cuanto a su proyección hacia adelante, independientemente de sus significados y contenidos.

 

      Acallados los terribles sonidos de las bombas y disparos en las islas irredentas y con una dictadura militar –la más cruenta de la historia- en retirada, comenzaban, al principio tibiamente, los primeros movimientos de la aletargada y por siete años, combatida hasta la muerte, actividad política en Necochea.

 

     Desde el diario iniciamos con Alberto Condenanza, jefe de redacción por entonces, los primeros contactos con la dirigencia local que había, de una manera u otra, hibernado sabiendo consciente o inconscientemente que, al final, retornaría la posibilidad de reconquistar el Estado de derecho. En tanto, rodeada del cariño de sus padres y familiares, mi hija iba adquiriendo peso para arribar a su primer onomástico.

 

      Corría la segunda mitad del año 1982 cuando –y como era, es y será inevitable entre nosotros- los contactos y los análisis previos de lo que vendría con el retorno de las urnas se fueron sucediendo  en derredor de una mesa criolla, en el domicilio de alguno de los domicilios de aquellos que volvían a enarbolar sus banderas partidarias guardadas luego de años de sinrazón y barbarie. Eran épocas donde aún nuestros interlocutores y hasta nosotros mismos no teníamos la real dimensión del horror que terminó abyectamente con la vida de miles de argentinos.

 

     Eran, en general, movidas con cenas nocturnas donde no faltaban algunas medidas de resguardo porque resultaba difícil asumir que el infierno estaba a punto de terminar. Recuerdo, entre otras, los asados con la Democracia Cristiana, donde reporteábamos al Dr. Villagra Sosa, al Negro Floreán Navarro, al Vasco Lecumberry. Con el Partido Intransigente liderado por Hugo Yelpo, con el Dr. Santiago Pugliese, Carlos Veiga, Hugo Di Croche pasando por el Centro de Estudios Justicialista donde ya se visualizaba el protagonismo  de Domingo “Coco” Taraborelli, Julio César Amat, Luis Alsinet, Carlos Samprón, y Ricardo Carrera  entre otros  mientras que en el radicalismo caracterizaban la etapa Santiago Doumec Millieu,  los Di Nápoli padre e hijo, Pedro “Perico” Azcoiti, los hermanos Esnaola.

 

    Las expectativas eran enormes aunque persistía la desconfianza porque la noche había sido muy larga, excesivamente dolorosa. Las primeras notas, cuando aún los militares no habían lanzado la convocatoria a elecciones, aparecían en las páginas dominicales de “Ecos Diarios” como avances de lo que sucedería el 30 de octubre de 1983. Y llegó el día y el marco democrático volvió a vestirse con sus mejores galas. La política y el retorno a los ciudadanos de la conducción del Estado comenzaron a recorrer un duro camino plagado de dificultades, pero exaltando y reviviendo el valor de la libertad tan grosera, artera y siniestramente conculcado por la dictadura asesina.

 

    Lamentablemente, y después de 30 años, debo reconocer que la dirigencia que ocupó la política y el Estado no respondió –en  general y con honrosas excepciones que por suerte las hubo y las hay- a las esperanzas puestas por la ciudadanía en la recuperación del sistema democrático, el mejor para vivir. Se perdió una irremplazable oportunidad. 

   

  Ellos plasmaron el privilegio “de clase” para sí en desmedro del conjunto convirtiendo a la política, desde la década del ‘90 hasta nuestros días, en un brillante negocio, echando por tierra la esencia de lo que significa gobernar en este marco: la elevación -en todos los órdenes- de nuestra calidad de vida, formateando enfermizamente, el cuerpo social de la Nación. El otro suceso que me acompañó en estos últimos treinta años, en cambio, colmó todas mis expectativas. Pero claro, mi hija es un hito personal. En cambio, el otro devenir, tiene que ver con el destino de millones de argentinos.      

 

Claudio Lariguet

Periodista
Prosecretario de Redacción de Ecos Diarios en 1983

 

Treinta años y una oportunidad perdida
 
bottom of page